Esta leyenda nació, se extendió y persiste hasta nuestros días por una sola razón: la…
Carlos Eduardo Díaz
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Existe una creencia popular que asegura que Quetzalcóatl fue una persona de tez blanca y cabello y barba en tono rojizo. Según esta versión –que ofrece muchos atractivos fantásticos– este hombre habría sido un europeo, tal vez un vikingo, que llegó a América por casualidad luego de un naufragio. Una vez aquí, se habría dedicado a enseñar a los nativos cosas útiles, como la agricultura y la elaboración de adornos en metales preciosos. Sus conocimientos, aunados a su bondad y al hecho de haber prohibido los sacrificios humanos, lo habrían elevado a la categoría de dios. Por tanto, cuando los españoles llegaron a las costas mexicanas, los nativos estuvieron seguros de que se trataba del antiguo dios que regresaba a reasumir su reino. Esta versión, sin embargo, es completamente falsa.
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Los primeros españoles que arribaron a Tenochtitlan se encontraron con circunstancias asombrosas que jamás habían imaginado. Una de ellas fue la cantidad de personas que habitaban en aquella urbe, la cual se erigía a la mitad de un enorme lago: entre 80 mil y 100 mil en cerca de 13 kilómetros cuadrados. Ninguna ciudad de España se le acercaba. Sólo cuatro ciudades europeas (París, Nápoles, Venecia y Milán) sobrepasaban los 100 mil habitantes.
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Sobre Hernán Cortés, el capitán español que logró la conquista de México-Tenochtitlan, se cuentan hechos a secas, verdades exageradas y mentiras malintencionadas. Tal vez sea lógico. ¿Qué se puede decir de un hombre que es héroe y villano a la vez, según la óptica con que se le mire? Casi todos los españoles de su tiempo lo alabaron; casi todos los mexicanos desde entonces lo han repudiado.
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La función de la primera frase es llamar la atención de quien sostiene el libro entre sus manos; despertar su curiosidad (de atraparlo se encargará el resto del párrafo). Por su parte, la última frase funciona como el sentido del gusto. Es el sabor de boca con el que se quedará el lector y el que logrará que recuerde con emoción lo que acaba de leer o que desee olvidarlo a toda costa.
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Cuenta una antigua leyenda que, a finales del siglo XVII, las religiosas del convento de Santa Rosa de Lima recibieron un singular encargo por parte del Obispo de Puebla, el Excmo. Sr. Don Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún. La tarea parecía sencilla, pero poseía un grado de complejidad que la volvían única: debían cocinar un banquete sumamente especial, pues visitaría al purpurado su buen amigo el Virrey de la Nueva España Don Antonio de la Cerda y Aragón, conde de Paredes y marqués de la Laguna.
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Guillermo parecía un viejo, pero no lo era. Tenía apenas 19 años y, sin embargo, su cabello era blanco, completamente poblado por las canas. Algunas arrugas le deformaban el cuello, la frente y las mejillas. “Él no era así”, me aseguraron. “Se quedó así después de que lo asustaron”.
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Fernando Delgadillo es un hombre extrañamente humano. Al mirarlo en persona, no se encuentra uno con el artista que llena foros, con el que exprime sus recuerdos hasta convertirlos en rima y melodía, tampoco con el cantautor que es reconocido en las calles, saludado en las librerías, proyectado en los medios de comunicación. El que uno observa allí, sentado de manera natural, es un hombre sonriente, y ésta es sin duda la mejor de sus virtudes.
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En el corazón de la Ciudad de México, justo a un costado del Zócalo capitalino, se localiza el templo más importante y antiguo de América Latina. La imponente Catedral Metropolitana es una elegante dama de piedra que ha sido testigo de la historia nacional.
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Pues bien, qué decir del pulque, de esa agua de dioses que desborda atributos místicos, fruto de la tierra y la generosidad celestial. Del pulque, del tlachique, del pulgón y pulman, del vigorizante pulmonar, del pulchen, del bigotes de Carranza, del blanco sacador de apuros, de la vitamina P o Tónico Bayer, del Tlamapa, del caldo de oso o zopilote, del vigorón artificial, del consomé de bigote… Ah, en fin… de esa agua de las verdes matas.