Irse a la Villa y no perder nada. De paseo por el Tepeyac

No hay que ir a la Villa. Es decir, no se trata de ir solamente; hay que visitarla, explorarla sin prisas, apropiarse de ella. Vale muchísimo la pena. Ya sea el 12 de diciembre, el 14 de marzo o el 28 de agosto. Cuando sea. Hoy mismo, por ejemplo. La Villa es uno de esos lugares que nunca cierran, que son la casa de usted, la casa de todos.

Se recomienda llegar en metro o de preferencia caminando, como hacían los tenochcas y tlatelolcas que iban a ver a Tonantzin Cihuacóatl, deidad de los nacimientos, por una vetusta calzada a la que luego, en los años virreinales, se le colocarían humilladeros llamados misterios (de ahí el actual nombre de Calzada de los Misterios). Una vez en la explanada, a los pies del cerro del Tepeyácac («en la nariz del cerro» es una de las traducciones), hay que respirar la amplitud, escuchar el griterío. Mientras se escribe esto, o se lee, según, un grupo de nahuas se dispone a pernoctar después de una larga peregrinación, pero antes unos taquitos preparados a ras del suelo; una señora peripuesta de las Lomas conversa con su chofer sobre su «morenita hermosa»; una pareja de Guanajuato agradece que ya pronto se van a casar; un señor gordito va llegando de rodillas, sin dejar de mirar al frente. Demasiados estímulos.

Y el gran protagonista: el muy notable edificio de los años setenta de Pedro Ramírez Vázquez, ¡la Basílica!, en cuyo interior se presenta gloriosa, como recién aparecida, una virgen del siglo XVI, virgen baluarte, que dicen que pintó un alumno del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, un tal Marcos de Aquino, basándose en la actual patrona de Extremadura, o bien «el padre Dios», como se le contestó a Hillary Clinton hace pocos años. ¿Tendremos que discutir ahora este tema? No, en definitiva. Asimismo en el gran atrio llama la atención, por supuesto, la antigua Colegiata de Guadalupe, en la que se nota la mano de Pedro de Arrieta. A un lado permanece el Exconvento de Capuchinas, de Ignacio Castera. Puro arquitecto del bueno, ¡no faltaba más! Y yo, que tengo aspecto de sacerdote y un poco de arquitecto también, transito a mis anchas por estos recintos, sonriente siempre porque siempre se siente uno bien aquí.

Enseguida subo para ver la Capilla del Cerrito, en la nariz del cerro. Da la impresión de resultar cansado, pero no lo es tanto: se sube poco a poco, descansando mientras se toman fotos de la región más transparente del aire. Y casi al llegar es difícil no admirarse por la entrada del panteón, que no hace mucho seguía funcionando. Lástima que ya no lo van a abrir más «porque se está derrumbando», me informan. Qué mal. Tenía yo ganas de ver la tumba de Santa Anna o la del pintor José María Velasco, quien por cierto vivía acá en la Villa de Guadalupe. Desciendo frustrado, pero no por ello menos feliz, y me dirijo entonces a la Capilla del Pocito: tan barroca ella y algo neoclásica también, muy original, muy inspiradora, de otro buenazo de la arquitectura capitalina: Guerrero y Torres (el que hizo la casa de José de la Borda y la del actual Museo de la Ciudad de México, ahí nomás).

¡Tanto que ver en la Villa! Dan ganas de pasar el día completo en estos magníficos sitios, revista en mano (estupenda compañía para leer, estupenda visera para el solazo), y aprovechar para conocer, digamos, el museo de cera que hay a tiro de piedra de aquí. Aunque el mero mero museo es el de la propia Basílica, que se pasa de bueno y en el que aplaudo por no permitir las fotografías (ni los aplausos, presumo). Nada más molesto, y tontín, que andar sacando fotos en un museo. ¡Un museo es para mirarse!, aprender y dejarse seducir. En este caso la seducción comienza desde los exvotos de la primera sala: maravillosos, importantes. Pero más adelante la cosa va poniéndose más padre, hasta llegar a las tallas de madera policromadas y estofadas, formidables, o a la Virgen del Refugio de Luis Berrueco, que parece que hipnotiza de tan bella. Y el Juan Cordero. Y el mural de Rubalcava (dizque lo pintó ella: yo pienso que lo pintaron los ángeles).

Pero mejor ponerle fin a esta crónica que pretendía relatar el pasado del Tepeyac y que al final se ha concentrado en el presente, pasado del futuro. Además, ¿existe diferencia acaso entre estos tiempos cuando se visita tan mexicanísima villa? Hay que ir, sin duda. Quizá se pierda alguna silla, pero ni quién la necesite.

 

Jorge Pedro Uribe Llamas. Ha colaborado en varios medios de comunicación. En 2014 recibió un Pochteca de Plata de parte de la Secretaría de Turismo del Distrito Federal por su labor como cronista. Es miembro asociado del Seminario de Cultura Mexicana y autor de los libros Amor por la Ciudad de México (Paralelo 21, 2015) y Novísima grandeza mexicana (Paralelo 21, 2017).

 

¿Sabías que la Basílica de Guadalupe es el recinto mariano más visitado en el mundo, después de la Basílica de San Pedro? Cerca de 20 millones de peregrinos la visitan al año.

 

¿Sabías que en la Antigua Basílica de Guadalupe fue donde Santa Anna firmaría el 2 de febrero de 1848 el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, documento que cedía parte del territorio mexicano a Estados Unidos?

Irse a la Villa y no perder nada. De paseo por el Tepeyac was last modified: diciembre 12th, 2017 by Jorge Pedro Uribe Llamas

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