Ecos de los Arieles

Con el reciente triunfo en la ceremonia de los Arieles de la película Güeros, de Alonso Ruizpalacios, donde obtuvo cinco galardones incluyendo Mejor Película y Mejor Director, vale la pena recordar un filme que es quizá su referente más importante: Los Caifanes, dirigida por Juan Ibáñez en 1965. Ambas cintas tienen en común su ambiente urbano, el de la inconfundible Ciudad de México. Su narración ocurre a lo largo de varios trayectos de la metrópoli, además de que está centrada en jóvenes que se confrontan a distintas realidades económicas y sociales que los transforman a lo largo de una breve pero intensa jornada.

Los Caifanes habla de fuerzas que se oponen y se necesitan, dos polos distintos pero estrechamente unidos, atraídos y contrarios: uno, la de una sociedad menor de edad, festiva, despreocupada, irrefrenable; y dos, la de la sociedad seria, temerosa, desconfiada. En este frágil equilibrio se pontifica el triunfo del anonimato y la masificación que se consolida en la capital de los años sesenta, donde ya no representan nada los nombres de Pedro o Juan o Jaime, pues ahora los valedores son “el Capitán Gato” o “el Estilos” o “el Masacote” o “el Azteca”. En suma, “el Caifán”, el que las puede todas.

Los Caifanes ©

La anécdota de Los Caifanes es la que sigue: Una pareja de jóvenes adinerados, Paloma (Julissa) y Jaime (Enrique Álvarez Félix), se unen a la desaforada parranda de los cuatro caifanes. “Lo que importa es vivir intensamente”, dice Paloma en la primera secuencia de la película. El reto no convence a su pareja, ansioso por comenzar los escarceos amorosos, aunque debe aceptarlo contra su voluntad. La pedantería de ambos es evidente, desde que los identificamos al inicio de la cinta, desertando de la compañía de sus ricas amistades, cultas y snobs, que hablan inglés y francés y que citan frases intelectuales con tanta naturalidad como si de albures se tratara.

En esta película, el director Juan Ibáñez, logra un efecto extraño con el fondo de una Ciudad de México espectral, una especie de road movie –o mejor dicho, una city movie–, en cuyo itinerario se trastocan los personajes para no volver a ser los de antes. Parece que lo mismo le sucede a la ciudad, que no volvió a ser la misma después de filmada esta película, en la que aún se ven retazos de una era antidiluviana, anterior al Metro y a los ejes viales: un Centro Histórico sórdido y misterioso; la Diana cazadora con su humedad de siempre pero esta vez vestida con un sostén que le queda incómodo; el Zócalo capitalino adornado de una Navidad melancólica y acometida por una carroza fúnebre; o una taquería donde una piltrafa humana disfrazada de Santa Claus –que no es nadie más que Carlos Monsiváis– llora conmovido y rabioso tras escuchar “El brindis del bohemio”.

Imágenes que forman una áurea irreal,  onírica, en medio de los ambientes de la decadencia donde desfilan las prostitutas pintadas como payasos, o la soledad urbana que encuentra cobijo en el humor triste que acompaña las carcajadas obscenas del “Mazacote” (Eduardo López Rojas), en un tono que se acompaña con las miradas lascivas del “Azteca” (Ernesto Gómez Cruz), en las canciones románticas del “Estilos” (Oscar Chávez) o en la personalidad hermética del “Gato” (Sergio Jiménez). En este juego de contrastes y complicidades, hay un enorme sabor a insatisfacción en la sonrisa cándida de Paloma, decepcionada de los finos ademanes y el futuro promisorio de su novio, quizá consciente de la amenaza que supone saberse completamente desprotegido. La desconfianza campea en esa atmósfera, donde unos miran a los otros con fascinación y curiosidad.

Güeros ©

Con un guión escrito por Carlos Fuentes y el propio Ibáñez, la historia está dividida en cinco episodios, sin una ruptura de la línea cronológica, bajo el formato de una “serie”, como se le conocía entonces, que era la integración de varios supuestos cortometrajes. Esto no era más que un ardid para burlar un laudo presidencial que databa de 1945 y que impedía al Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica participar en la hechura de largometrajes, prerrogativa exclusiva del otro sindicato, el de Trabajadores de la Producción Cinematográfica.

Por otra parte, el director también tuvo la fortuna de servirse de un elenco inmejorable, donde figuran tres notables actores que descollarán en las décadas siguientes: Jiménez, López Rojas y Gómez Cruz, acompañados por el actor y cantante Óscar Chávez, que se desenvuelve con sobrada solvencia para no desmerecer el trabajo de sus compañeros. Igualmente, Julissa se siente encantadora y natural, y Álvarez Félix aporta su presencia y sus amaneramientos para interpretar su papel. El director y los actores consiguen mantener el interés y la tensión apenas con algún intercambio de miradas, unos gestos y unos diálogos que se hacen cultos con citas de Octavio Paz y Jorge Manrique.

Filmada en 1966, Los Caifanes tiene una extraña artificialidad que la hace aún más efectiva y melancólica. El hecho de que sus personajes hablen como poetas o hagan citas cultas, causa una curiosa sonoridad cuando hace contacto con los albures o el sonsonete de barriada que blanden con sus voces de mecánicos.

En efecto, en Los Caifanes hay muchas cosas de las cuales Güeros ha abrevado, como también hay señas de otros filmes y cineastas como Godard, Jarmush e incluso Eimbcke. Al final es una gran oportunidad para el espectador poder descubrir esta familiaridad entre dos películas de generaciones distintas, separadas por 50 años, pero que tienen algo muy grande que las une: la Ciudad de México.

Ecos de los Arieles was last modified: agosto 31st, 2017 by Hugo Lara Chávez

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