Ecos de la Coatlicue

Durante más de cuarenta años, Octavio Paz transitó por el río del lenguaje, asombrándose lo mismo ante las letras que ante el mundo, ante el silencio que ante la música, ante lo cotidiano que ante lo trascendente… El año pasado (2014), al cumplirse cien años de su nacimiento se habló, escribió y debatió en medios y foros nacionales e internacionales lo suficiente sobre el Nobel de literatura mexicano. Sirvan mejor unas palabras inspiradas en sus letras para rendir homenaje al –en mi opinión– al mejor poeta mexicano. 

Un poco de melancolía, un viejo país aún por inventarse. En el borde del reflejo, Tonantzin abre sus manos pintadas por las flores, su vientre infinito, sus heridas sin conciencia; deja caer un resplandor, un ojo inmenso, el viento sobre el que se escriben los silencios, ser natural destinado a la ira y al naufragio. En las fusiones sobre el Tepeyac, la Vía Láctea se colapsa y nos cobija. Apenas se vislumbran los llantos, cascadas como testigos de la noche, un esbozo casi invisible de Cempoala, otro de Mixcoac, un acertijo. Los senderos, todavía falsos, reclaman un horizonte, un signo solar, la luz débil del paisaje. Es el principio y el fin al pie de un trigal, páramo en que el dios emerge de una flor de once pétalos y arranca el corazón del maíz… ha nacido el símbolo del hombre. La historia se rompe en sueños en el momento en que la serpiente y la culebra se unen y susurran una palabra casi sin voz: “todo es”.

Un parpadeo, los ríos de latidos y acontecimientos se detienen cuando los soles se encuentran con las lunas. Sobre la tierra abierta se precipitan los caballos y la guerra, la pólvora y los arcos. El pecho remoto de México escucha un ligero presentimiento de violencias amarillas, un rumor que calla el fuego nuevo. El águila solitaria llora mientras el tiempo pierde sus sentidos. Ya no hay quimeras ni crepúsculos, solo el recuerdo de cañones y otras nostalgias, el universo, el rumbo errante, un caracol que suena. Lo real se dispersa entre el futuro y otras ensoñaciones. Poco a poco los círculos se integran: el nopal vacío que duerme sin saber lo que le espera, un grito de guerra, los ojos del jaguar y del guerrero, el cascabel que serpentea. Verde, blanco y rojo pintan los valles, los bosques, las ciudades. La luna, ya sin temor, teje palabras de llamas, viento, tierra y agua. Viaje a otras dimensiones para dejar de lado las máscaras de la muerte. Aquí todo es posible.

Vuelo oblicuo sobre el verde espinoso de los templos y las catedrales. Ni águila, ni serpiente. La luz se vierte en espiral sobre rostros y sombras fantasmas donde se pierden las lágrimas de las miradas. Lo mismo se fragmenta el altar que el pavimento. Es el mismo canto peregrino sobre las cicatrices de obsidiana en el andar escurridizo sobre la Huasteca, que el de los talones llenos de plomo flotando sobre el Zócalo. También la Historia es astro en el instante congelado cuando se le observa desde la sierra o desde el río. En el centro del planeta resuenan los pasos tamborileros de la danza sagrada, mientras el fuego rey quema el ritual y la piel. Juventud en las canas y en las noches. La tierra es música compuesta en notas de olor volcánico. Ombligo de la luna, universo pintado de jade, no hay norte, ni sur, solo un torbellino que escribe con sangre las palabras del poeta: “Merece lo que sueñas”.

Ecos de la Coatlicue was last modified: agosto 31st, 2017 by Alejandro Toussaint

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