En política, México es una continuidad trágica

Por Hugo Lara y Sergio Huidobro
Desde San Cristóbal de las Casas

Constantin Costa-Gavras camina por las calles de San Cristóbal como un residente o viejo conocido de la ciudad, aunque esta es su primera visita al poblado que capturó su atención, y la de millones, durante las primeras semanas de 1994, hace dos décadas. Una comunidad cinéfila global se quedó esperando su insinuada película sobre Marcos; hoy, cuando alguien le recuerda aquella idea, suelta: “¿para qué quieren que la haga yo? México tiene cineastas estupendos, ¡háganla ustedes!”.

La Plaza de la Paz, la Catedral y el andador 16 de septiembre apenas se parecen al caótico Distrito Federal en donde el cineasta vivió durante cinco meses de 1981, pero sus recuerdos de México se disparan en cada esquina. La primera vez que llegó aquí, cargaba con latas de dos de sus primeras películas; pesaban unos sesenta kilos. Hoy llega a San Cristóbal a presentar su última película, El capital, –un vigoroso y palpitante thriller financiero– y la película, dice entre sonrisas, “cabe en la bolsa del pantalón”.

Ese es uno de los muchos cambios que el ojo del realizador registra entre el México de sus recuerdos y el que hoy lo recibe con un homenaje, un premio, una retrospectiva y con la primera medalla Cineteca Nacional a la obra de una vida. “El país está muy cambiado en la morfología y los lugares. Pero, según lo que me dicen y lo que leo, en lo político no ha cambiado. En la política sí que existe una continuidad, y es una continuidad trágica”.

El próximo mes, Costa-Gavras cumplirá 82 años, pero es también el alma más joven del festival: pasea, contesta preguntas con la confianza de un tío amistoso, prueba todas las variedades del café chiapaneco, acude a ver cortos de estudiantes y regresa a su hotel pasada la medianoche. Uno podría preguntarse qué ha hecho en todos estos años para ejercitar el espíritu, pero la respuesta es obvia: cine.

El poder del dinero
En Corre Cámara tuvimos el placer de tomar un café matutino con el director de La confesión (1970) al fondo de un patio de aire colonial, rodeado de plantas y tan fresco como cualquier otro rincón de San Cristóbal. La noche anterior, el público del festival había sido arrollado por la potencia y la malicia agria de El capital (2012), su tragicomedia sobre el mundo financiero en donde parecen borrarse las distancias entre Ernst Lubitsch y David Fincher. El cineasta nacido en Grecia habla un español casi perfecto que deja fluir un pensamiento tan ágil como el que muestra en francés o en inglés.

Entre risas y comentarios casuales sobre la película emerge, como siempre con Costa-Gavras, el tema del poder, que en películas como Z (1969), Estado de sitio (1972) o Sección especial (1975) tiene nombre, voz y hasta en uniforme, pero que El capital es bastante más abstracto: se trata del poder del dinero y todas sus figuraciones, desde juntas de accionistas hasta capitales electrónicos, activos en la bolsa, deudas, cheques, préstamos, aumentos de sueldo, herencias. Costa-Gavras toma la palabra: “No es otro poder. Es política. La economía es política. No puedes decir: aquí está una cosa y aquí otra. Hoy el poder [de decisión, de dirección] sigue concentrándose en los economistas, en los banqueros, en quienes dirigen las 650 empresas más grandes del mundo, no en la política de los políticos”.

Preguntamos entonces si este neo-poder podría ser más descarnado que aquel de los tiranos y los grandes dictadores, y Gavras responde: “si hay alguna diferencia es que los nuevos tiranos no tienen proyecto social; su único proyecto es el de cumplir los objetivos de la empresa, sometidos a una junta de accionistas que harán lo que sea necesario para cumplir con una tasa de crecimiento del 8, 10 o 15 por ciento”; en el aire flota la famosa frase de Milton Friedman: Hacer dinero debe ser la única responsabilidad social de las empresas.

El Capital Poster Costa Gavras

La tragedia en París, ¿saldo positivo?
Costa-Gavras ha regresado a la dirección de la Cinemateca Francesa desde 2007 (ya había ocupado el cargo en los ochenta); en las últimas semanas, ha observado en primera línea la crisis francesa, los ataques a Charlie Hebdo, las manifestaciones y las reacciones de toda índole. El pacto de reconciliación que se construyó a trompicones en la posguerra, en la descolonización y después del mayo francés, de pronto parece haber estallado en el seno de uno de los pilares de la Quinta República: la libertad de prensa.

Por eso, llama la atención el optimismo de Costa-Gavras, que aborda el tema sin titubeos: “La semana pasada había en París el clima de una tragedia que continuará ahí, en el dolor de los familiares, de sus pérdidas. Pero por otra parte, el resultado fue una unidad nacional total, muy importante, que llevó a casi cuatro millones de personas a la calle y al gobierno a tomar decisiones con la oposición. Por primera vez, sucedió lo nunca visto: el partido en el poder siendo aplaudido de pie, en la cámara, por todos. Ese resultado es absolutamente positivo y algo va a cambiar porque algo tiene que cambiar”.

Le preguntamos entonces si la gestación de esa unidad nacional no esconde el riesgo de derivar en xenofobia o de exclusión, pero lo niega de inmediato: “además de la defensa de la libertad de expresión, se alzaron muchas voces en contra del racismo. Por otra parte, actores que entrañan esa posibilidad, como el Frente Nacional [el partido de Marine Le Pen], han sido marginados de la discusión y a sus reuniones ha acudido muy poca gente”.

Cine político para un público apolítico
Cuando Missing o Z se estrenaron en las pantallas de todo el mundo (el mundo democrático, al menos), Costa-Gavras no encontró problemas para dialogar con el público de 1960 o 1970, altamente politizado, ávido de testimonios sobre el acontecer, de historias que acercaran a la Historia con el presente. Pero el público que hoy acude a los festivales y se encuentra con una película del cineasta en el programa es diferente: la efervescencia política es menor, las prioridades ciudadanas son otras, los idearios de cambio tienen olor a un pasado que es mejor dejar en el diván; ¿cómo insistir con un cine comprometido, analítico y dejar un buen sabor de boca en el intento?

“Con lo que cuesta hacer una película, no solo en dinero sino en el tiempo y el trabajo de tanta gente, yo no puedo hacer películas para que las vean dos personas. Hago películas para ganar público, no premios”, afirma el cineasta que en el camino se llevó a casa el Oso y la Palma de oro, el Oscar, el BAFTA, el Globo de Oro, el César y algún otro o veinte más, “tengo los premios en casa, en un lugar en donde a veces yo puedo verlos, pero no son para recibir a las visitas”.

Recuerdos de México
A inicios de la década de 1980, Costa-Gavras vivió en una ciudad de México que le permitía recrear el asfixiante Chile de Augusto Pinochet.

(1982) es su aterrador clásico sobre la dictadura de aquel país. Nadie que la haya visto puede olvidar la mirada perdida de Jack Lemmon como aquel hombre de negocios desquebrajado por la desaparición de su hijo a manos de militares y por la evidencia de que su país, Estados Unidos, se involucró en el golpe de Estado.

La filmación de aquella cinta guarda emotivos recuerdos para el cineasta, quien nos cuenta la odisea que significó conseguir los tanques bélicos que exigía el guión. Dado que el gobierno mexicano se negó a prestar equipo del ejército, la producción recurrió a la renta de tanques norteamericanos. No era mala idea, pero al cruzar la frontera norte, los vehículos provocaron una controversia que, sencillamente, les impidió el paso: “¡Todos parecían aterrados con la idea de ver tanques americanos cruzando hacia México! ¡Y no tuvimos tanques!”, recuerda Costa-Gavras con una sonrisa franca, en medio de nuestras carcajadas. La solución llegó –por supuesto– a través del ingenio mexicano: tanques de madera, de tamaño real y hechos en cuatro días, de jueves para lunes, que ocultaban a personas encargadas de arrastrarlos. Vuelva a ver la película: no hay forma de notarlo; “los técnicos mexicanos fueron técnicos”.

Al recordar a Jack Lemmon, Gavras deja escapar una breve mirada nostálgica y un suspiro de admiración: “Era perfecto. Un actor perfecto. Siempre se mostró feliz de poder hacer esta película. Le mandé el guión y tres días después me llamó para platicar del personaje, ¿quién hace eso? Nadie lo hace. Los actores se tardan dos semanas, un mes en contactarte, pero él me llamó y su respuesta fue: usted dice y yo hago”.

Costa-Gavras mira el reloj y decide que es tiempo de ir a una proyección de cortos, no de cineastas consagrados, sino de proyectos de documental chiapanecos impulsados por el CUEC y Ambulante. Le interesa el proyecto aunque, afirma, “las escuelas de cine no crean nada, es el carácter el que forma a los cineastas. No es necesario estudiar cine si en el fondo hay una pasión”. Al levantarse, se escapa un comentario breve sobre su carrera, pero se apresura a corregir: “no, yo no hago carrera, hago películas. Una carrera implica tener un programa, y nadie puede ponerle un programa a sus pasiones. Son los políticos los que hacen carrera”.

En política, México es una continuidad trágica was last modified: agosto 31st, 2017 by Alicia Cruz Parada

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