Hablemos de la Conquista de México…

El debate se ha reavivado. Por las razones y los trasfondos que sean, la polémica está sobre la mesa y nunca está por demás abordarla: ¿qué fue lo que sucedió tras la llegada de los conquistadores europeos a América? ¿Fue encuentro de dos mundos, aniquilamiento, fusión o genocidio? ¿España debería pedir perdón a México por los sucesos ocurridos a partir del siglo XVI y hasta el siglo antepasado? Veamos.

El 13 de agosto de 1521, la ciudad de Tlatelolco cayó en poder de Hernán Cortés. Este acontecimiento significó el final del gran Estado mexica. Aquel pueblo orgulloso, dueño del actual altiplano mexicano, cuya estirpe había sido elaborada a mano por los dioses, y cuya existencia se explicaba precisamente por el sacrificio de sus creadores divinos, se desmoronaba. Así de simple. Esto se tradujo como un verdadero y demoledor golpe para ellos.

Los mexicas (que no aztecas) habían pasado de ser esclavos a ser los amos gracias a una nada sencilla, pero meritoria ecuación: trabajo, teología, comercio, política y guerra. De ser los recién llegados a un Valle de México completamente poblado, en poco tiempo se convirtieron en sus únicos amos.

No solo eran poderosos en el terreno militar, sino altamente refinados. Sus hábitos de higiene, sus costumbres diarias, su sistema filosófico y sus dogmas teológicos (que incluían la noción de un Dios único, de la guerra florida como un medio digno de mantener con vida al sol y de ganar el paraíso, y de la manifestación amorosa de ese Dios en todos los aspectos de la vida), habrían maravillado a cualquiera.

Pintura: Diego Rivera.

Por desgracia, los conquistadores no solo eran hombres incultos en su mayoría, sino europeos extraídos de la última etapa de la Edad Media, de aquel gran oscurantismo que se acentuaba con la intolerancia provocada por el domino árabe a la Península Ibérica y desde luego con la existencia de una Inquisición inflexible.

Por ello, a pesar de que los primeros extranjeros que pisaron la ciudad de México-Tenochtitlan se asombraron ante la belleza arquitectónica, los avances en el terreno de la ingeniería urbanística y la hermosura de sus artes, se mostraron temerosos en general. La manera más práctica que encontraron para demostrar ese temor fue mediante la destrucción: quemar códices, destruir figuras de piedra y barro, derribar construcciones, decapitar a los dioses. No existió un término medio. Al menos no al principio: encontraron demonios y herejías en todo lo que observaron, por eso lo destruyeron.

Tal vez no les faltó razón: observar los sangrientos rituales en los que eran extraídos los corazones de los prisioneros y toparse con los pavorosos tzompantlis (muros de cráneos, que eran arrancados del cuerpo de las víctimas) debió ser en extremo impactante. A propósito, según los informantes de Sahagún, en la ciudad de Tenochtitlan existían siete tzompantlis y el mayor, el huey tzompantli, se componía de alrededor de sesenta mil cráneos.

Los mexicas, aunque esperaban el regreso de Quetzalcóatl, veían a estos extranjeros con cierto recelo. Cuando llegaron las primeras noticias del arribo de aquellos extraños seres, Moctezuma les envió una peculiar comitiva con la intención de convencerlos de que se marcharan: les envió plumas preciosas, exquisitas telas bordadas… y joyería en oro y plata que deslumbró a los visitantes. Lejos de convencerlos de que dieran media vuelta y se alejaran, los obsequios los urgieron a internarse en aquella majestuosa ciudad construida en medio de un lago transparente. El mismo Cortés lo expresó con vehemencia: “Los españoles somos afligidos por una enfermedad del corazón que solo el oro puede remediar”.

Huitzilopochtli.

Al ir entrando en aquella ciudad, por las calzadas perfectamente trazadas, su asombro iba en aumento. Bernal Díaz del Castillo escribió que muchos de los soldados preguntaban si aquello no sería un sueño. “Veíamos cosas nunca oídas, ni aun soñadas”, consignó.

Su magnitud también los impresionó. Hernán Cortés relata lo que vio en el gran mercado de Tlatelolco, el cual “tiene otra plaza tan grande como dos veces la ciudad de Salamanca, toda cercada de portales alrededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil ánimas comprando y vendiendo”.

Sin embargo, nada de esto importó. De nada valió la belleza. La destrucción estaba en camino y llegó irremediablemente. El sitio a Tenochtitlan –que se logró gracias a los cientos de miles de guerreros nativos, venidos de una serie de pueblos aliados a los españoles– fue el modo en que comenzó a ahorcarse sin piedad a los mexicas. Les cortaron las provisiones para matarlos de hambre. Así lo recuerda fray Bernardino de Sahagún: “Todo el pueblo estaba plenamente angustiado, / padecía hambre, desfallecía de hambre. / No bebían agua potable, agua limpia, / sino que bebían agua de salitre […] // Todo lo que se comía eran las lagartijas, golondrinas, / la envoltura de las mazorcas, la gama salitrosa. / Andaban masticando lirios acuáticos, / y relleno de construcción, / y cuero y piel de venado. / Lo asaban, lo requemaban, lo tostaban, lo chamuscaban / y lo comían”.

El agua del lago era salada, no apta para el consumo humano, pero ante la necesidad, tuvieron que beberla. “Los mexicanos solo se alimentaban de raíces, bebían agua salobre de la laguna, dormían entre los muertos”, escribió Francisco López de Gómora.

Hernán Cortés.

Ante la desesperación de todo el pueblo, al último huey tlatoani, Cuauhtémoc, no le quedó más remedio que rendirse. “No pelearán ya más cuando vean que su príncipe ha sido apresado”, le expresó a sus captores al momento de entregarse voluntariamente.

Cortés le aseguró que todo estaría bien, que su pueblo y él mismo serían respetados. “Le hice sentar, no mostrándole riguridad ninguna […] Le animé y le dije que no tuviese temor ninguno”, narra en una de sus cartas al rey de España.

Sus promesas fueron vacías. En cuanto Cuauhtémoc fue apresado “empezó la huida general. / Unos van por agua, otros van por el camino grande. / Aun allí matan a algunos: / están irritados los españoles / porque aun llevan algunos sus macanas y su escudo. // Los españoles, al borde de los caminos / están requisando a la gente. Buscan oro. / Nada les importan los jades, las plumas de quetzal y las turquesas. / Y por todos lados hacen rebusca los cristianos. / Les abren las faldas, por todos lados les pasan la mano, / por sus orejas, por sus senos, por sus cabellos. // Y también se apoderan, escogen entre las mujeres las blancas, / las de piel trigueña, las de trigueño cuerpo”, denunció años después Sahagún.

Y aún más: “También fueron separados algunos varones. / Los valientes y los fuertes, los de corazón viril. / Y también jovenzuelos que fueran sus servidores […] / A unos desde luego les marcaron con fuego junto a la boca, / a unos en la mejilla, a otros junto a los labios”.

Foto: Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla.

Los mexicas, vencidos ya, moribundos, dejaron constancia de todo su dolor: “Gusanos pululan por calles y plazas / y en las paredes están salpicados los sesos. / Rojas están las aguas, están como teñidas, / y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre. // Hemos comido palos de colorín, / hemos masticado grama salitrosa, / piedras de adobe, lagartijas, / ratones, tierra en polvo, gusanos […] / Se nos puso precio. / Precio del joven, del sacerdote, del niño y de la doncella. / Basta: de un pobre era el precio solo dos puñados de maíz, / solo diez tortas de mosco; / solo era nuestro precio veinte tortas de grama salitrosa. // Oro, jades, mantas ricas, plumajes de quetzal, / todo lo que es precioso, / en nada fue estimado”.

Los acontecimientos que sufrieron los mexicas no se olvidaron con facilidad. La clase noble fue respetada, no así las demás clases. La esclavitud disfrazada de encomiendas, el saqueo, las humillaciones. Productos de las violaciones nacieron los “hijos de la chingada”. Hijos de las mujeres ultrajadas.

¿Qué sucedió? ¿Fue un encuentro de dos mundos, un mestizaje, un aniquilamiento, una invasión, un saqueo, una misión de adoctrinamiento o simplemente el muy doloroso nacimiento de una nación?

En los hechos no lo hemos definido. Duele el orgullo nacionalista al colocarnos del lado de los vencidos, pero crea confusiones y conflictos internos cuando se vive la conveniencia de tener ascendencia extranjera.

Hernán Cortés.

No fueron pocos los pueblos que vieron a los españoles como una auténtica tabla de salvación. Ellos, con su armamento, podían lograr lo que parecía imposible: derrotar al imperio mexica. Considerando, por ejemplo, que la ciudad de Cempoala tenía la obligación de entregar a los mexicas, a manera de tributo, una enorme e indeterminada cantidad de prisioneros para ser sacrificados, no extraña que se hayan unido a la causa de Cortés.

Además, debemos considerar algo más: antes que los mexicas, el dueño absoluto del actual Valle de México era el señorío de Azcapotzalco, al que consideraban cruel y tirano. Por esta razón, Tenochtitlan, Tlacopan y Texcoco se unieron para vencerlo. Por sí solos no lo hubieran logrado. De esta unión nació la Triple Alianza. Se tiene conocimiento de que Azcapotzalco alcanzó su poderío gracias a una alianza múltiple similar, e incluso las crónicas antiguas hablan de que llegaron a existir hasta quíntuples alianzas.

El que ciudades pequeñas se unieran para vencer a una grande no era extraordinario. Era, por el contrario, algo lógico. Por ello no puede considerarse que Tlaxcala “traicionó a la Patria”. No funcionaba de esa manera.

¿Fue injusta la conquista del actual territorio mexicano? Tal vez, pero se llevó a cabo dentro de un tiempo en el que así funcionaba el mundo. ¿España conquistó a México? No. México tardaría siglos en existir como país y España estaba muy lejos de ser el gran imperio que fue después o el país democrático que es ahora. El sueño de una Península Ibérica unida se había perseguido, pero no se había logrado. Precisamente por aquellos años se habían puesto los cimientos de este sueño, con el matrimonio por conveniencia de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla; él de 16 y ella de 18 años, que además eran primos y que, para conseguir el permiso eclesial para casarse bajo estas condiciones, sobornaron a un cardenal.

Busto de Cuauhtémoc. Foto: Cbl62.

¿Tras la conquista la esclavitud fue el destino de los pobladores americanos? Es difícil asegurarlo o negarlo. De muchos modos se maquilló la esclavitud durante siglos, pero las clases nobles fueron respetadas, así como pueblos enteros, contrario a lo que sucedía en los actuales Estados Unidos, Canadá e islas del Caribe. Los testimonios son tan contrastantes que van desde un Bartolomé de Las Casas que deploraba a los españoles por el hecho mismo de haber arribado a estas tierras y apoderárselas, hasta un Erasmus Darwin, médico, escritor y naturalista, que, durante su viaje a la Nueva España, escribiría lo admirado que estaba de ver la manera civilizada, e incluso amable y amorosa, que los españoles trataban a los indios, pues los consideraban de tal manera sus semejantes que incluso tenían plenos derechos y solían casarse con ellos.

En muchos de estos temas, todo fue escrito de acuerdo al color del cristal con que se observó.

Por último, ¿una disculpa por parte de España ayudaría en algo? Yo considero que no. Una serie de palabras no cambiaría nada, para bien ni para mal. Sí lo haría, en cambio, el reconocimiento de que el racismo que aún existe en nuestro país no nació a causa de la conquista, sino durante la última parte del siglo XIX, en los que los gobiernos de Juárez, Lerdo y Díaz se dieron a la tarea de combatir y a veces tratar de exterminar a grupos étnicos enteros. Juárez combatió a los apaches de Chihuahua a sangre y fuego; Lerdo continuó con la represión; Díaz dejó una huella a veces indeleble pero muy dolorosa en Yucatán y Valle Nacional, Oaxaca. Durante los tres gobiernos, los indígenas perseguidos fueron asesinados o convertidos en esclavos.

La polémica está nuevamente sobre la mesa. Bienvenido sea el debate.

 

Fotos:

Hablemos de la Conquista de México… was last modified: marzo 29th, 2019 by Carlos Eduardo Díaz

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