Muerte a la mexicana en nuestra literatura

Ya estamos en octubre. Comienza una temporada que, en el caso mexicano, es muy importante, llena de color, tradición e historia. Una época que rivaliza y muchas veces vence (al menos en el gusto popular) a la Navidad y sus ilusiones: la época previa al Día de Muertos y, desde luego, al importado, pero muy gustado, Halloween.

Dentro de la tradición mexicana la muerte ocupa un lugar destacado. Se trata de una fascinación muy particular: colores chillantes, comida, panes, dulces, flores, papel picado, películas, versos, canciones… y desde luego literatura. Así es, la literatura no está exenta de esta influencia, y se aborda en todos los tonos posibles, desde la sacra solemnidad hasta el inigualable y mexicano choteo.

La primera, la parte seria, la que no admite tonos ligeros, es la que corresponde a las tragedias. Es el capítulo terrible destinado a los difuntos de la familia, al ambiente melodramático que poseen los velorios en México, los rosarios dolientes, las coronas de flores y las culpas insondables que se ahogan en abrazos, en pésames sentidos y en cafés con piquete.

Foto: Karina Flores

La segunda, en cambio, pertenece al vacilón. Es la calaca, la huesuda, la patas de cama, la chifosca, la que viene a llevarse al que se petatea, se difuntea, estira la pata, cuelga los tenis, devuelve la tarjeta de circulación, baja a abonar las flores, ve crecer los rábanos desde abajo o va echarse un cruzado con San Pedro. Esta muerte ligera, alegre, de franca sonrisa, es la que se plasma en dibujos y versos en las clásicas calaveritas literarias.

No, no existe contradicción alguna entre estas dos maneras de abordarla. Constituyen una sola unidad que nos indica cómo se entiende en nuestro país esa muerte tan temida y tan familiar a la vez.

Veamos algunos ejemplos sobre cómo se ha abordado la muerte en nuestra literatura.

Foto: Karina Flores

Comala

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Así inicia una de las novelas más emblemáticas de la literatura mexicana, y esta frase, tan corta y con compleja, sintetiza gran parte del alma nacional: el regreso a las raíces, la búsqueda incesante del padre ausente, la incertidumbre acerca de lo que ha de venir.

Fue en gran parte la Revolución la que ocasionó que miles de familias tuvieran que abandonar el campo para refugiarse en las ciudades, que tantas más tuvieran que sobrevivir sin la figura paterna, que el territorio mexicano se llenara de soledad, de vacío, de historias y tragedias. Tantos fantasmas que recorren los pueblos sin descanso; tantos fantasmas que han quedado plasmados en la literatura nacional. Es verdad: casi todos los espíritus mexicanos (así lo aseguran las historias de espantos) datan del tiempo de la Revolución.

Sin duda, Pedro Páramo es el clímax de esta tradición. Juan Rulfo logró describir con maestría la naturaleza viva de estos pueblos muertos. Las calles solas, el viento recorriendo los rincones llenos de polvo, las voces repitiéndose como un eco lejano. Si las historias fantásticas que se escriben en los Estados Unidos, Europa o en el moderno Extremo Oriente hablan de los fantasmas como espíritus crueles en busca de venganza, el escenario en nuestro país es completamente distinto.

Los fantasmas mexicanos son, hasta cierto punto, inofensivos. Lo que quieren es que alguien los recuerde. Que pidan por ellos, que los encomienden a Dios, que ofrezcan por su descanso una misa, un novenario. Algunos –los que resguardan vasijas llenas de oro– son capaces de revelar a cambio el sitio exacto donde todas estas riquezas están enterradas.

Foto: Karina Flores

No, los fantasmas mexicanos no quieren venganza, sino simplemente la posibilidad de descansar en paz. “Ahora que venía –dice Damiana Cisneros en Pedro Páramo– encontré un velorio. Me detuve a rezar un padrenuestro. En esto estaba, cuando una mujer se apartó de las demás y vino a decirme: ‘¡Damiana! ¡Ruega a Dios por mí, Damiana!’. Soltó el rebozo y reconocí la cara de mi hermana Sixtina… mi hermana Sixtina, por si no lo sabes, murió cuando yo tenía 12 años”.

Muchas de estas historias se basan en la tradición oral. No hay barrio, pueblo, colonia, en la que no abunden las historias no de fantasmas, sino de aparecidos que buscan con desesperación alguien que los socorra. Nuestra leyenda por excelencia así nos lo indica: La Llorona, esa mujer condenada a vagar por caminos y calles, noche tras noche, penando por sus hijos. No es casualidad que Eduviges Dyada le pregunte a Juan Preciado: “¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto?”, y, tras la negativa, agregue un contundente “Más te vale”.

Rulfo creó un pueblo que se parece a todos los pueblos, pero que al mismo tiempo no se parece a ninguno. Un sitio sin nadie, lleno de rencores vivos. “Ahora estaba aquí – dice Juan Preciado – en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas… Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera”. Así, de esta manera, son los fantasmas en México, y lo son también en la literatura: son aparecidos en medio de escenarios colmados por la más cruel soledad. Así han sido siempre.

Foto: Karina Flores

De muertos y aparecidos

En su libro Las calles de México, el cronista Luis González Obregón dejó constancia de un suceso que alarmó a la sociedad novohispana. En el año de 1684, en el Real Convento de Jesús María, una monja soñó con un clérigo difunto que le rogaba pidiera por él para poderse liberar de los tormentos del purgatorio. Para que creyeran en su palabra, le dejó a la devota mujer una prueba muy clara: marcó –en el antebrazo de la religiosa– su dolorosa mano de fuego. Esta herida jamás cicatrizó, pero tardó en desaparecer 40 años. Los mismos que, aseguraba la monja, sufrió el clérigo dentro del purgatorio.

Otro ejemplo nos lo regala el escritor Vicente Riva Palacio, quien en el siglo XIX escribió un cuento llamado Un viaje al purgatorio en el que narra una historia que le contaron y que él da por cierta: sobre cómo una noche el compadre muerto de un devoto espiritista se le apareció para cumplir su palabra: revelarle la verdad de lo que ocurre en el más allá. Por desgracia, el relato termina cuando el diálogo entre los hombres apenas comienza. “No tenga usted miedo, compadre, dijo el espíritu; valor y aproveche, que me voy”.

Esta curiosidad universal por saber qué sucede después de la muerte, es especialmente enfática en el caso mexicano. Los pueblos prehispánicos creían con certeza en que algo existía. La idea del inframundo, del Mictlán, se reforzó gracias a la noción cristiana del Cielo, el infierno y el purgatorio. Esto lo aprovechó en su obra de teatro Un hogar sólido Elena Garro, quien colocó a varios miembros de una misma familia a dialogar y convivir dentro del sepulcro común. Desde una niña de cinco años hasta una vieja de 80, las cuales resultan ser hermanas. Lejos del tono tétrico de la muerte, los inquilinos celebran su cercanía y agradecen el hecho de no estar solos en aquella tumba olvidada. Ante el entierro de una joven, su madre, lejos de entristecerse, exclama al recibirla: “¡Qué gusto, hijita, qué gusto que hayas muerto tan pronto!”.

Otra de las obras máximas de nuestra literatura fantástica es Aura, de Carlos Fuentes, quien cambia de lugar el escenario de lo tétrico, de lo oscuro, de lo sobrenatural. Esta vez no es el campo mexicano ni es un convento ni un panteón. No se trata tampoco de los tiempos idos, sino de una Ciudad de México moderna y afrancesada. Todo sucede en el número 815 de la calle de Donceles, en pleno corazón del entonces Distrito Federal. Allí la vida se funde con la muerte y esta –la muerte– no es más que un eterno retorno al origen, al amor y también a la belleza, aunque no privado de perversidad. Toda la obra alcanza su punto máximo cuando se afirma: “También el demonio fue un ángel”.

Foto: Karina Flores

Carlos Fuentes supo jugar con esta clase de ambientes tan citadinos como fantasmales. Lo mismo en el cuento La buena compañía, donde María Serena y María Zenaida, las dos tías y perversas brujas, atrapan para siempre y sin remedio a su ambicioso sobrino. Y en Vlad, su novela corta de vampiros, en la cual un astuto Drácula decide mudarse a la Ciudad de México por ser un lugar con millones de morongas disponibles. Suceden situaciones semejantes en sus Cuentos sobrenaturales, donde cada quien es el indefenso protagonista de su propia desgracia y los seres de la noche aguardan ocultos en una habitación, en un parque, en un teatro, en una simple marquesina.

Por su parte, José Emilio Pacheco utiliza elementos distintos en su libro de cuentos El principio del placer. Desde la idea siempre fascinante acerca de que las civilizaciones antiguas no se extinguieron del todo luego de la conquista, sino que subsisten ocultas bajo la ciudad, en túneles secretos, custodiados por indios crueles cuya misión es continuar sacrificando hombres para ofrecerlos a sus dioses, hasta un magnífico relato de un niño fantasma al que nadie recuerda.

Foto: Karina Flores

La literatura mexicana se siente particularmente atraída por esta clase de temas porque los mexicanos en general nos sentimos atrapados por ellos. ¿Quién, en su infancia, no contó historias de fantasmas, duendes o brujas durante un apagón? ¿Quién no pasó la noche en vela, acurrucado bajo las cobijas, al recordar todas estas cosas? Los aparecidos son una de las partes más ricas del folclor y de la cultura popular.

Porque, como bien lo dijo Juan Rulfo: “¡Ay vida, no me mereces!”.

 

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Fotos: Karina Flores.

Muerte a la mexicana en nuestra literatura was last modified: octubre 4th, 2018 by Carlos Eduardo Díaz

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