En la moto

Extraño juguete este de la moto, que nos transforma mientras nos agita los cachetes con desenfrenada pasión; insólito y apasionante vicio el de atentar contra las posibilidades de cruzarnos en el camino de un tráiler, encontrarnos con un bache o un tope del tamaño de una banqueta, enfrentarnos a diez canes de distinguida familia y desviaciones eróticas para los neumáticos, o sufrir con la pertinaz cantaleta de la jefa, la novia, la amiga, la maestra, la abuelita: “te vas a matar, te vas a matar”. Pues es muy sencillo, para quienes el color se les transforma cuando se ensamblan a una Harley Davidson: la moto es lo más cercano a Dios sobre el planeta.

Nosotros apoyamos la diversidad, por eso nos encanta ver a esta cofradía de lunáticos (y lunáticas) que deciden darle la cara al viento y asomarse a rincones insospechados de este país para el común de los mortales de cuatro ruedas. Son, bien vistos, seres diferentes para quienes la adrenalina es más importante que la telenovela de las siete y que deciden guardar el miedo en el clóset por un ratito para darse la oportunidad de atreverse a agarrar la vida a topes.

© Luis Jorge Arnau

Todos conocemos a alguien así, que de niño hacía vibrar sus labios imitando el rugido de las motos, de adolescente repartía pizzas y, en cuanto pudo comprarse su juguetito cromado, se le alteraron la testosterona, la progesterona, la feromona y la Sorbona para llenar de ruido su atribulado entorno. Algunos dicen que es un grito de protesta contra la llegada de esa edad oscura de los “tas” (treintas, cuarentas, noventas”); otros dicen que se trata de segundas, terceras u octavas infancias reprimidas porque nunca les compraron a su debido tiempo el G.I. Joe o el coche de la Barbie; algunos mencionan una reafirmación pública de que, por fin, en su casa, él (o ella) manda, aunque esto no sea cierto; otros se refieren a teorías más complejas donde Freud, Edipo, Lacan, Maradona y hasta Pedro Infante hacen su aparición; y hay quienes hablan de puras ganas de fregar a la familia que se reúne a rezar cada vez que el individuo en cuestión se pone su chamarra y sus lentes oscuros y grita desde la puerta: “No me esperen a comer, voy a Tamaulipas y regreso en la noche”.

Tal vez haya un poco de eso y de otras cosas, pero el fervor surge de más adentro, para emerger cuando uno siente tener absoluto control (o descontrol) de su vida y no quiere, por unos momentos, preocuparse por la Selección Nacional, ni la paridad del yen, ni el pastel en el horno, ni las colegiaturas, ni las mamilas. Es un momento de conexión especial, equivalente al yoga, las pastillas psicotrópicas, seis caguamas o una sesión de spa. Para que me entiendan, es como una respiración del universo.

El atuendo

Como todo hábito y como todo vicio, el afán por las motos viene acompañado de una recargada (y generalmente, negra) parafernalia: chamarra de cuero, casco brilloso (aunque algunos inconscientes lo usan en el codo, como si esa fuera la parte que se pudieran romper), brochecitos, chaleco con escudo del clan, pañoleta y otros detallitos más caros como la muchacha que los acompaña en la espalda. Hay gordos, flacos, greñudos, pelones, ejecutivos, subempleados, todos disfrazados con la intención de llenarse de motivos para empezar la vida cada lunes. A veces se juntan en un club para darse valor o para echar relajo, a veces tardan semanas en planear la ruta, a veces pasan la noche anterior sacándole brillo a las molduras y a veces duermen junto a la moto en previsión de que nada se interponga para cumplir su sueño semanal. Llegan de todos lados a las salidas de las ciudades y se eslabonan en grupos de dos o de doscientos para darse una “vueltecita” de setecientos kilómetros. En cuanto se ponen el casco (pónganselo, por favor) el mundo se reduce y el ánimo se amplía. Voy y vengo.

© Luis Jorge Arnau

 

¿Viejito, yo? Si ando en moto

Con juveniles excepciones, los clubes de viajeros sobrepasan la edad universitaria por un par de lustros o un par de siglos. Sin embargo, esto no es pretexto para acomodar la lonja bajo el chaleco o las canas bajo el casco y subirse (a veces, de manera trabajosa) a su metálico y rugiente Rocinante que los transformará inmediatamente en un Pancho Villa de combustión interna y aspiración externa. Todo sea por vivir, y eso es lo que realmente vale, pues los años
se acumulan, pero no la edad, cuando se quiere. No se trata de ser rudo, sino de hacer ruido. Asomarse más allá del pavimento, arrancar en Tapachula y desayunar en Tijuana, irse al mar o a la montaña, aunque haga frío o el calor sea agobiante, y olvidar por un momento las buenas costumbres que insisten en volvernos rutinarios. Por eso, si te gusta la moto: ¡Viva la moto! Y si no, pues no.

En la moto was last modified: agosto 31st, 2017 by Luis Jorge Arnau Ávila

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