Porfirio Díaz

Uno de los personajes que con su vida y obra marcaron un antes y un después de nuestro país es, sin duda, Porfirio Díaz. Todos conocemos el largo y muy complicado camino que don Porfirio tuvo que seguir para alcanzar la presidencia, los métodos y las maneras no siempre legales que utilizó para permanecer en ella, así como los motivos que lo orillaron a renunciar a su amada silla. Incluso, son de sobra conocidas muchas de sus frases, como las que sostuvo ante el periodista estadounidense James Creelman, cuando aseguró que México estaba listo para la democracia, que permitiría el nacimiento de partidos políticos y la realización de elecciones libres.

Algunas otras cosas conocemos sobradamente del general: su obsesión por dejar de ser moreno y comenzar a ser retratado en las pinturas como alguien de piel blanca, sus muy sonados y a ratos escandalosos amores, primero con la enigmática Juana Cata (Juana Catalina Romero) y después con su propia sobria (Delfina Ortega Díaz), con quien contraería nupcias, y su implacable frase que lo marcaría para toda la historia: “Mátenlos en caliente”, la cual, aunque nunca negó, sí atribuyó a un lamentable problema de interpretación.
Sin embargo, luego de que renunció a la presidencia –el 25 de mayo de 1911– sucedieron algunos hechos notables que son menos conocidos, pero que vale la pena mencionar. Veamos algunos de ellos.
En su carta de abdicación, dirigida a la Cámara de Diputados, recordó el destacado papel que jugó durante la intervención francesa, cuando luchó con ferocidad en contra del ejército invasor. Curiosamente, cuando arribó a Francia, una de las primeras cosas que hizo fue visitar a los veteranos de aquella guerra (es decir, a los hombres contra los cuales peleó) y conversar con ellos amablemente.
Siguiendo con su misiva, destaca el hecho de que presume su inocencia, sus buenas intenciones, la rectitud con que siempre se manejó: “Ese pueblo, señores diputados, se ha insurreccionado en bandas milenarias armadas, manifestando que mi presencia […] es causa de su insurrección. No conozco hecho alguno imputable a mí que motivara ese fenómeno social […] Siempre he respetado la voluntad del pueblo”.

Uniforme de Porfirio Díaz

Días más tarde, cuando la familia del general arribó a Veracruz para partir rumbo al exilio, contrariamente a lo que esperaban sus detractores, fueron recibidos con vítores y porras. Se ofreció un banquete en su honor y esa noche, en las calles, hubo baile y cena hasta altas horas de la madrugada.
Precisamente cuando visitó a los veteranos franceses, en Los Inválidos (residencia de soldados retirados o lisiados), el general Gustave Léon Niox –quien también participó en la intervención– lo condujo hasta la tumba de Napoleón Bonaparte, a quien Díaz admiraba. En ese lugar, el anfitrión extrajo del lugar donde se guardaba un objeto muy particular y lo colocó en las manos de don Porfirio. Se trataba de la espada que Napoleón usó en 1805, durante la Batalla de Austerlitz, la cual significó una de las más grandes victorias napoleónicas, pues en esa ocasión aplastó a la Tercera Coalición, que estaba formada por el Reino Unido, Austria, Rusia, Nápoles y Suecia.

Mientras sujetaba la espada, el viejo general mexicano exclamó, emocionado, que no merecía tal honor, a lo que Léon respondió: “Nunca ha estado en mejores manos”.
Años después, a otro destacado militar conduciría Léon hasta la tumba de Napoleón, a John J. Pershing, el hombre que ha ostentado en vida el grado más alto que el Ejército estadounidense puede otorgar: General de los Ejércitos.
Pershing dirigió la Fuerza Expedicionaria Estadounidense en la Primera Guerra Mundial y entrenó a los generales que participaron en la Segunda Guerra. También comandó la fallida expedición que, en terreno mexicano, intentó capturar a Francisco Villa. Sin embargo, la diferencia entre Pershing y Porfirio Díaz fue notoria. A juicio de Léon, el general estadounidense no contaba con los méritos suficientes para sostener la espada de Napoleón.
Un último dato sobre don Porfirio: en el penúltimo párrafo de su renuncia, sostiene que dimite “sin reserva el encargo de Presidente Constitucional de la Republica, con que me honró el pueblo nacional; y lo hago con tanta más razón, cuanto que para retenerlo sería necesario seguir derramando sangre mexicana, abatiendo el crédito de la Nación, derrochando sus riquezas, segando sus fuentes y exponiendo su política a conflictos internacionales”. Todo parece indicar que, en un acto de conciencia y buena voluntad, antepuso su país a su ambición.
No extraña, entonces, que aquella mañana del 31 de mayo, y a bordo ya del buque alemán Ypiranga que lo llevaría al exilio, testigos aseguraron que, mientras se alejaba de su querida patria, suspiró diciendo: “Madero ha soltado al tigre; a ver si puede domarlo”.
Ignoraba el viejo militar que la violencia apenas estaba comenzando.

Porfirio Díaz was last modified: agosto 31st, 2017 by Carlos Eduardo Díaz

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